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  • Daniela Arce

Fragmentos - Actividad 5 (DMpA 6)

“La piel de un indio no cuesta caro”


Al penetrar al hall vio al presidente con un sombrero en forma de cucurucho y un vaso en la mano. Antes de que Miguel abriera la boca, ya lo había abordado.

—¿Qué diablos ha sucedido? Mis chicos están alborotados. A Mariella hemos tenido que acostarla.

—Pancho, mi muchacho, ha muerto electrocutado en los terrenos del club. Por un defecto de instalación, la corriente pasa de los cables a los alambres de sostén.

El presidente lo cogió precipitadamente del brazo y lo condujo a un rincón.

—¡Bonito aniversario! Habla más bajo que te pueden oír. ¿Estás seguro de lo que dices?

—Yo mismo lo he recogido y lo he llevado a la asistencia de Canta.

El presidente había palidecido.

—¡Imagínate que Mariella o que Víctor hubieran cogido el alambre! Te juro que yo...

—¿Qué cosa?

—No sé... Habría habido alguna carnicería.

—Le advierto que el muchacho tiene padre y madre. Viven cerca del Porvenir.

—Fíjate, vamos a tomarnos un trago y a conversar detenidamente del asunto. Estoy seguro de que las instalaciones están bien hechas. Puede haber sucedido otra cosa. En fin, tantas cosas suceden en los cerros. ¿No hay testigos?

—Yo soy el único testigo.

—¿Quieres un whisky?

—No. He venido sólo a decirle que a las diez de la noche regresaré a Lima con Dora. Veré a los padres del muchacho para comunicarles lo ocurrido. Ellos verán después lo que hacen.

—Pero Miguel, estérate, tengo que enseñarte donde haremos el nuevo bar.

—¡Por lo menos quítese usted ese sombrero! Hasta luego.

Miguel atravesó el camino oscuro. Dora había encendido todas las luces de la casa. Sin haberse cambiado su traje de fiesta, escuchaba música en un tocadisco portátil.

—Estoy un poco nerviosa —dijo.

Miguel se sirvió, en silencio, una cerveza.

—Procura comer lo antes posible —dijo—. A las diez regresaremos a Lima.

—¿Por qué hoy? -preguntó Dora.

Miguel salió a la terraza, encendió un cigarrillo y se sentó en la penumbra, mientras Dora andaba por la cocina. A lo lejos, en medio de la sombra del valle, se divisaban las casitas iluminadas de los otros socios y las luces fluorescentes del club. A veces el viento traía compases de música, rumor de conversación o alguna risa estridente que rebotaba en los cerros.

Por el caminillo aparecieron los faros crecientes de un automóvil. Como un celaje, pasó delante de la casa y se perdió rumbo a la carretera. Miguel tuvo tiempo de advertirlo: era el carro del presidente.

—Acaba de pasar tu tío —dijo, entrando a la cocina.

Dora comía desganadamente una ensalada.

—¿Adónde va?

—¡Qué sé yo!

—Debe estar preocupado por el accidente.

—Está más preocupado por su fiesta.

Dora lo miró:

—¿Estás verdaderamente molesto?

(Ribeyro, 2020, p. 40, 41)


“De color modesto”


Alfredo se palpó los bolsillos y terminó mostrando su Libreta Electoral.

—Han estado planeando en el barranco, ¿no?

—Fuimos a mirar el mar.

—Te están tomando el pelo —intervino el otro policía—. Vamos a llevarlos a la cana. Con una persona de color modesto no se viene a estas horas a mirar el mar.

Alfredo sintió nuevamente ganas de reír.

—A ver —dijo acercándose al guardia—. ¿Qué entiende usted por gente de color modesto? ¿Es que esta señorita no puede ser mi novia?

—No puede ser.

—¿Por qué?

—Porque es negra.

Alfredo rió nuevamente.

—¡Ahora me explico por qué usted es policía!

Otras parejas pasaban por el malecón. Eran parejas de blancos. La policía no les prestaba atención.

—Y a ésos, ¿por qué no les pide sus papeles?

—¡No estamos aquí para discutir! Suban al patrullero.

Esas situaciones se arreglaban de una sola manera: con dinero. Pero Alfredo no tenía un céntimo en el bolsillo.

—Yo subo encantado —dijo—. Pero a la señorita la dejan partir.

Esta vez los guardias no respondieron sino que, cogiendo a ambos de los brazos, los metieron por la fuerza en el interior del vehículo.

—¡A la comisaría! —ordenaron al conductor.

Alfredo encendió un cigarrillo. Su inquietud se agudizaba. El aire de mar había refrescado su inteligencia. La situación le parecía inaceptable y se disponía a protestar, cuando sintió la mano de la negra que buscaba la suya. Él la oprimió.

—No pasará nada —dijo, para tranquilizarla.

Como era sábado, el comisario debía haberse ido de parranda, de modo que sólo se encontraba el oficial de guardia, jugando al ajedrez con un amigo. Levantándose, dio una vuelta alrededor de Alfredo y de la negra, mirándolos de pies a cabeza.

—¿No serás tú una polilla? —preguntó echando una bocanada de humo en la cara de la negra—. ¿Trabajas en algún sitio?

—La señorita es amiga mía —intervino Alfredo—. Trabaja en una casa de la calle José Gálvez. Puedo garantizar por ella.

—Y por usted, ¿quién garantiza?

—Puede llamar por teléfono para cerciorarse.

—Están prohibidos los planes en el malecón —prosiguió el oficial—. ¿Usted sabe lo que es un delito contra las buenas costumbres? Hay un libro que se llama Código Penal y que habla de eso.

—No sé si será para usted delito pasearse con una amiga.

—En la oscuridad sí y más con una negra.

(Ribeyro, 2020, p. 56, 57)

 

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